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ISSN 1989-4163

NUMERO 71 - MARZO 2016

Como a las Tres con Diecisiete

Francisco Manzo-Robledo

 

     

Como a las tres con diecisiete de la mañana, entre sueños y la realidad, sintió que lo sacudían con tozudez. Era su media naranja; volteó a mirarla con deseos de reventarle las encías con un upper cut, y con una lucidez de búho en espera de presa, vio cómo Regina levantaba la cabeza para decirle:

-Mira Remedios Granda, si quieres seguir haciéndolo, tendrás que hacerlo cómo y a la hora que yo diga, punto…Bueno, ya está, ya te lo dije.

Sin inmutarse un ápice, la señora giró su curvilíneo cuerpo y se volvió a dormir con un ronquido impregnado del ritmo erótico con el que acompañaba todo lo que hacía, pero ahora relegado a segundo plano por una respiración de mujer en el casi trance del éxtasis.

Él, sin poner en duda lo que había escuchado, comenzó a explorar el área de su entrepierna sin encontrar ningún rezago de zangoloteo amoroso. Había paz en el horizonte, Juanito, ni siquiera se había levantado.

-“¿Qué chingados me dijo?”, pensó, “…¿Remedios Granda?…”. La angustia y el coraje lo ponían en un estado emocional crítico. Pero más crítico para la Regina, ya que él sentía deseos de darle en toda la madre. Pero se mordió un huevo y como los machos, se quedó quieto, al acecho, a medio respirar, deseando que se lo tragara la tierra o por lo menos le cayera a su mujer el techo encima. Hizo un supremo intento por congraciarse consigo mismo mudando su mirada interna, la del cerebro, aun inyectada con la consabida sed de venganza de estos casos. Miró hacia allá, a los momentos más afables como, por ejemplo, la última fiesta de la oficina del despacho contable donde ganaba el pan con el sudor de su frente y las muchas movidas ilegales que hacía. Con un gran forcejeo interno, logró echar a funcionar a un tiempo las siete chacras sólo manejables por los más chingones del yoga y pudo concentrarse principalmente en los mejores momentos de su mexicana alegría, cuando con un vaso en la mano y una mujer a su lado era feliz. Lo otro, ya habría tiempo para resolverlo. Esta perendenga no se iba a ir a ningún lado hasta que él pusiera las cosas en su lugar, de eso él mismo se encargaría.

Hacía dos o tres semanas que la fiesta había sido en honor al cumpleaños de Policarpo Trueba, dueño del negocio y su cuate desde hacía muchos años, desde que juntos prestaban el  Servicio Militar a la patria, apenas cumplidos los dieciocho ¾cuando aquélla todavía valía $27.50 dólares por barril, no como ahora que ni a $9.50 llega. Con decirles que un galón de Coca-Cola (de la buena no la Diet) vale más que uno del llamado oro negro azteca. El día que se conocieron fue por una circunstancia fortuita (aunque en realidad fue onetiuta): el puto sargento, tratando de satisfacer su cuota dominical de sadismo, pasó revista al pelotón y diciendo “Tú y tú”, los puso a correr al rededor del cuartel por dos horas. Al principio corrieron como el caballo de la sabana de la canción, pero luego les ganó el bochorno del sol de las diez y cayeron desmayados quebrándose los dientes y no por poco también la nariz, quedando en posición muy militar de “pecho a tierra”, besándole las botas recién boleadas al verde oficial. No contento con esto, el susodicho marica los mandó a coleccionar las mierdas secas de las caballerizas, a mano pelona, haciendo que las colocaran en orden de volumen y frescura “y cuidadito y se les rompan, cabroncitos de mierda”, todavía les dijo cuando iba de salida. Si a la madre del sargento no le zumbaron las orejas esa mañana, fue porque era muy devota de San Pascual Bailón o algún otro santo de mucha influencia que allá las puede. Los escogidos se la pasaron en éstas el resto de la mañana, hasta que llegó la salvación en forma del capitán Melchor Buenaventura, tío político de Regina, que para ese tiempo ya era su noviecita.

-¿Y’ora? ¿Qué andas haciendo aquí? -le dijo a él.

-El sargento nos escogió para sus mañas sádicas.

-A que mi sargento. ¡A ver sargento!, ¡venga pa’ca!

-¡Pa’ servirle mi capitán!

-Mire mi sargento, ése puñetero que ve allí…¿lo ve? Sí, ése con las manos llenas de mierda de caballo…bueno…ése es mi pariente, así que de aquí en adelante trátemelo como si fuera su hijo. ¿Bien?…¿qué cosa?

-Que le digas que éste es mi primo, para que no lo joda tanto -le susurró al oído, señalando con la boca (que conformaba un símil de culo de gallina que teme otro ataque por la retaguardia del hijo del granjero) a Policarpo- cada domingo lo trae de encargo y después se lo culea por mucho rato.

-¡Ah, sí! ¡También al otro! Ése es mi paisano, de allá de Tangamandapio de las Verdes Matas, ¡y me presta a su hermana cada que ando querendón!

-Como usted ordene mi capitán. Yo se los cuido, no se preocupe.

-Yo no me preocupo. Usted mi sargento es el que se debe preocupar de que la pasen bien aquí. Acuérdese que allá arriba le traen ganas de mandarlo a Chiapas a instruir Chinchulines. Así que no me haga dar una recomendación que lo vaya a perjudicar, ¿he?

-¡A sus órdenes mi capitán!

Desde aquél domingo, Policarpo se sintió en deuda con su nuevo cuate, pagándole el favor en reiteradas ocasiones. Una de ellas fue dándole trabajo. Otra fue en la última fiesta de su cumpleaños (la que desde hace rato trato de contarles, pero esta onda de hacer las cosas amenas no deja):

-Va a ser un pachangón de poca madre. Te voy a presentar a una mujerona que te va a dejar sin aliento. Es toda una abadesa de las buenas ramerías, le gusta el relajo de a de veras; nada de apretada y sin compromisos.

-Nomás que no vaya a ser La Liendres, porque si es así me pasas a perjudicar. A esa ya se la soplaron más de una docena en la oficina y la verdad que no carbura mucho después de la primera estremecida. La otra vez me dejó ni a la mitad de la mitad y la tuve que ir a dejar a su casa a las cuatro de la madrugada.

-¡No marches!…, ésta que te digo… ni Peña Nieto, es más, ni Rajoy, ¡ya verás!

-¿Me das un aventón?

-¡Claro! A las siete nos vamos. Mi carro está en el estacionamiento de al lado. Yo te llamo para irnos.

La fiesta fue un éxito y él salió premiado con la morena cuerpo de Tongolele que le presentó Poli. No se le despegó ni un instante, ya que sus enormes glándulas mamarias “parecían tener un imán electro atómico o algo así”, según decía él. Terminando la fiesta, la Tongo se lo llevó hasta parar en el hotel Palermo. Allí se inició la fiesta de verdad: hicieron la corrida hasta que no quedo ni gota de tiempo para apenas regresar a su casa a cambiarse de ropa y de ahí al trabajo.

Esa mañana, en la casa, la Regina estaba jetona como siempre que él se iba de parranda. Pero en esta ocasión se trataba de la fiesta del jefe y ni modo de decir que no,

-¡Así que ni chingues con tus pinches berrinches!… Prepárame el desayuno y unas tortas. Tengo un chingo de trabajo y no voy a salir ni a comer. No me esperes a cenar. Tampoco me busques; me encabrona que me andes cuidando como si fueras mi nana. Tú tranquila que yo sé mi onda -le dijo con una calma de garañón y líder de sindicato blanco o de partido político palero, seguro de sí mismo.

Así se habían pasado las tres últimas semanas. Él picando como recién casado con la Tongo y Regina chingando gente todo el santo día: llamadas telefónicas a cada hora para saber si ya había salido de la oficina, mensajes en la contestadora, e-mails, faxes; “¡Puta madre! ¡Qué bien chinga esta mujer!”, decía él jalándose los tres mechones de pelos que aún le quedaban en el copete. Lo bueno es que, a Mónica, su secretaria, también le encantaba el revire y hasta don Chema, el velador, le ayudaba tapándole el ojo al macho. Es más, no hacía ni una hora que había llegado para meterse en la cama, tras de recetarle a la Tongo un faenón de las que ni Manolete, ni El Cordobés, en la Plaza México a reventar y en sus buenos tiempos. “¡Esa si fue cogida de toros, no chingaderas!” Ni qué decir, ya lo oyeron.

Pero, hablando en plata pura, ni ese recuerdo le podía quitar de aquí, ni de acá, que a su esposa le estuvieran recetando empujones intrapierninos en territorios ajenos. “Si uno anda de cabrón por allá, es porque uno es hombre. ¿Pero tú? Tú estás casada, con tres hijos, con una casa que cuidar. ¡No tienes vergüenza!”, pensó como si estuviera diciéndoselo a la Regina, que para estas horas ya le había echado la pierna derecha encima y se refregaba contra él -igual que el perro de mi tía Clementina, la vestidora de santos -para que sintiera la urgencia de que quería ejecutar el baile del chaca-chaca, ése con el que habían confundido y por eso, por tan grandísima semejanza, habían prohibido hace muchos años el baile del tango los santos cardenales de Roma. Ignorando la llamada termal, el horizonte quedó horizontal. Juanito ni la cabeza levantó. ¡Nuestro héroe se encontraba diezmado física y moralmente!

La Regina se ahogó en sus propios efluvios y para las seis de la mañana ya estaba tomando una ducha de agua fría, preparándose para luego hacer el desayuno, bañar, vestir, darles desayuno, hacer las tortas y mandar a la prole a la escuela para luego irse como El Llanero Solitario en su caballo Plata a tomar el colectivo que la llevaría hasta la esquina de Juárez y Pavo, al edificio de la Secretaría de Hacienda y Crédito, en donde desde hace como diez años labora.

Él no pudo dormir los siguientes nueve días, y a diario se apresuraba para darse sus mañas y vigilar a la Regina, quien más puntual que el reloj de Greenwich, tomaba el autobús a la misma hora, llegaba al trabajo a la misma hora, salía del mismo igual que siempre, y llegaba a su casa sin retraso alguno. ¿Cómo cabrón le hacía?

Pasado el décimo desvelo, apachurrado por el enigma, él decidió agarrar el toro por los cuernos y mero al inicio de la comida se la soltó como si reanudara una conversación que nunca antes había iniciado y sin decir “agua va”, le dijo:

-¿Y quién es Remedios Granda?

La Regina, estaba desprevenida, ocupada con un bocado de tortilla copeteada con pepián de carne de puerco en la boca, casi atragantándose, dijo:

-¡Cof-cof!¡Ya te fueron con el chisme!

Acto seguido, las mejillas de Regina pasaron de un color rosa durazno a un blanco leucémico; los labios, antes de un rojo carnoso, rebosantes de sexualidad, pasaron a los marchitos y resecos color machaca de venado y los ojazos, aquéllos que le hacían honor a la canción quimérica de Pepe Guizar, pasaron a ser dos lánguidas sombras, sin mencionar sus órbitas dilatadas como si fueran carpas de circo Atayde.

-No me contestaste la pregunta -dijo él con un aire de “notehagaspendejapinchevieja”, dándole un sorbo al agua de limón con chía (muy refrescante para la vejiga), y tomando una pose de PedroInfantetomándosedeuntragounvasodetequilapuro, y al término de tan riñonuda acción, se limpió la boca con todo el brazo derecho, desde el hombro hasta la mancuernilla de la camisa que salió rebotando al piso. Él, para ponerle más énfasis al asunto, evitó que Juana, la sirvienta, la levantara y la apisonó haciéndola caca.

La Regina, recobrando todo su aplomo y como si fuera Tania la guerrillera, contestó.

-Trabaja donde mismo que yo.

-¿En la misma oficina?

-No. Él trabaja en Sistemas; yo en Nóminas.

-¿Cuándo te ves con él?

-Pos…diario, a la entrada.

-¿Por qué lo conoces tan bien?

-Igual que conozco a Miguel Pradera, Julio Ocampo, Saúl Tirado y otros muchos más, incluyendo a María Portales, la machorra. Yo manejo a todos… sus datos para el pago quincenal.

Conteniendo el bufido, y sin comunicarle que ya le había mandado dar unos putazos al susodicho, siguió con la lista del cuestionario mental que hacía días había establecido para efectuar el interrogatorio del cual pendía su suerte, la de la Regina, porque él, como buen charro tapatío, de cualquier forma, se las arreglaría, fuere lo que fuere, basándose en el dicho indubitable de que Jalisco nunca pierde y cuando pierde arrebata. ¡Sí señor!

-¿Y allí mismo se las arreglan?

-¿Pos dónde más Chema? ¿No querrás que los ande buscando en sus casas verdad?… Por cierto que ahora no fue a trabajar, dicen que está en el hospital. Lo golpearon anoche. Según los chismes de la oficina, fue por andar probando carne ajena. ¿Sería algún marido celoso, tú?

-¡Qué sé yo! ¿Y le dijiste que no te gustaba cómo y cuándo te lo hacía?

-¡Claro! Allí mismo. Verás tú…Ya me tenía cansada: siempre entregaba el informe de las horas extras de su sección, precisamente el día que se imprimía la nómina; para acabarla de amolar, siempre me lo da como mejor le parece. Ya le había puesto un hasta aquí,…mandado varios oficios pidiéndoselo cuatro días antes de la impresión e indicándole cómo me gustaba; pero no, sordo y terco, nunca hizo caso. Tuve que decirle, bueno…, más bien, tuve que gritarle en su cara delante de todos en la oficina. Eso fue todo. Él, para qué negarlo, más respetuoso que yo, nada más se agachó, movió su cabezota y se fue a su oficina.

-¡Ah, qué caray! ¡Mira nomás! ¡Si no será la gente chismosa! No te preocupes; ya te arreglé el problema. Si tienes otro igual dímelo y… yo te lo resuelvo…Este…hoy por la noche voy a llegar tarde.

-¿Tienes mucho trabajo? Hace más de una semana que has llegado temprano a la casa, por lo menos antes que yo.

-Sí... Estamos en épocas de balances y llenado de formas de impuestos. El puto gobierno no perdona a los contribuyentes. Además… ando un tanto cuanto recargado -dijo Chema rascándose los gemelos.

-A lo mejor yo también llego tarde hoy -dijo ella, echando hacia atrás su sedosa cabellera y pasando sus suaves manos por el frente siguiendo la forma de sus curvas-. El jefe quiere que me quede a ayudarle a poner un nuevo sistema computacional, pero no le he dicho nada. No sé porque me escogió a mí, doña Ruperta es mucho más capaz para eso que yo.

-Este…viéndolo bien,… ¡que vayan a la chingada! Tú y yo nos venimos a nuestra casa a la hora debida y que no jodan con trabajo extra. Todo lo que se pueda hacer en nuestros horarios de trabajo y ahí muere. ¿No?

-Tienes razón. ¿Pasas por mí al trabajo?…

 

 

Como a las tres con diecisiete

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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